«Pharmakeia», el aborto y la iglesia

Una posición que no cambia

Gálatas 5:19-21

Ahora bien, las obras de la carne son evidentes, las cuales son: inmoralidad, impureza, sensualidad, 20 idolatría, hechicería, enemistades, pleitos, celos, enojos, rivalidades, disensiones, herejías, 21 envidias, borracheras, orgías y cosas semejantes, contra las cuales les advierto, como ya se lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios.

La palabra que nuestra Biblia traduce como “hechicería”, en el griego original es la palabra “pharmakeia”. “Pharmakeia” es un término que se traduce mejor como “medicina” en el sentido en que un Indio norteamericano hace medicina. Es el uso de medicamentos con propiedades ocultas para una variedad de propósitos, incluyendo, en particular, la contracepción o el aborto. El uso de Pablo no puede ser restringido al aborto pero el término que eligió es suficientemente exhaustivo para incluir el uso de medicamentos abortivos. La asociación de estos medicamentos con pecados sexuales y de ira era, sin lugar a dudas, un aspecto constante en el uso del término “pharmakeia” para los cristianos.

Aún fuera del contexto de la iglesia, esta palabra estaba asociada con el aborto. Según Plutarco, Rómulo, en sus leyes para Roma permitía que un hombre se divorciara de su esposa por “pharmakeia” hacia su hijo. Platón, Sócrates y Aristoteles usaron el término “pharmakeia” para aludir a las drogas abortivas.

Los términos griegos relacionados a esto (“pharmakeion”, “pharmakeusin”, “pharmakoi”) aparecen también en el Libro del Apocalipsis (9:21, 21:8 y 22:15) y en todos los casos aparecen en listas de actos inmorales, al lado de términos que parecen apuntar a pecados sexuales.

Esta lectura era la interpretación unánime de los primeros Padres de la Iglesia.

La doctrina de los apóstoles 

Considérese el testimonio de la “Didajé”, cuyo texto, según los eruditos modernos, fue compilado entre el año 49 y el 100 d.C.

La “Didajé” presenta la enseñanza moral cristiana, de acuerdo a la regulación sacramental de la Iglesia. El primer renglón de la Didajé sirve de contexto para todo lo que sigue: 

“Hay dos caminos, el de la vida y el de la muerte, y grande es la diferencia que hay entre estos dos caminos”.

Al principio, su enseñanza moral parece ser una simple recitación de los Diez Mandamientos: “No matarás”. “No cometerás adulterio”. “No robarás”. Pero luego viene una interpolación sorprendente. En medio de los mandamientos  que nos son familiares, la “Didajé” interpela a sus lectores: “No practicarás la hechicería”. “No procurarás el aborto”.

Así, este primer documento cristiano, que se presenta a sí mismo como “La doctrina del Señor dada por los doce apóstoles a los gentiles”, coloca el aborto entre las preocupaciones primordiales de la Iglesia y entre las leyes más fundamentales de Dios.

Para aquellos que transgredieran estas normas, la Iglesia primitiva pedía el arrepentimiento. “Confesarás tus pecados”, dice la “Didajé”, “y no te acercarás a la oración con mala conciencia”.

Los grandes apologistas

En el siglo II surgió un movimiento conocido como los apologistas, porque ellos ofrecieron una explicación bien fundamentada sobre la fe cristiana. La palabra apologista proviene del griego “apologeisthai”, que significa “hablar en defensa”.

La doctrina cristiana con respecto al aborto era algo que requería explicación y defensa, porque era una cosa que diferenciaba a los cristianos de casi todas las demás culturas y subculturas del planeta. Los paganos romanos, griegos, fenicios y persas no tenían reparos con respecto a esa práctica; y fue tolerada e incluso promovida por Sócrates, Aristóteles, Séneca y muchos otros.

Los cristianos (y los judíos) fueron los únicos en rechazar el aborto. Y eso requería de una explicación.

En 177 d.C., Atenágoras de Atenas le dirigió una respetuosa carta al emperador Marco Aurelio y a su hijo Cómodo. Abordó ahí los conceptos erróneos más frecuentes acerca de su religión y le explicó la creencia cristiana común sobre la santidad de la vida de los no nacidos. Los cristianos, le dijo, “consideran al feto que está en el seno materno como un ser creado y, por lo tanto, como objeto del cuidado de Dios”. Agregó, además, “los que usan drogas para provocar el aborto cometen asesinato y tendrán que rendirle cuentas a Dios por el aborto”.

Otro documento de esa época, la anónima “Carta a Diogneto”, le informa a un funcionario romano que los cristianos “engendran hijos, pero no destruyen a su descendencia”, y este mero hecho los distingue de sus vecinos no cristianos.

Otro contemporáneo más, Minucio Félix, procedente del norte de África, que practicaba la abogacía en Roma, dejó constancia de que: “Hay algunas mujeres que, al beber preparados médicos, extinguen la fuente de ese hombre futuro que hay en sus entrañas y cometen así un parricidio antes de dar a luz. …Para nosotros [los creyentes] no es lícito ni ver ni oír hablar de homicidios”.

A estas voces se suman muchas otras, pero ninguna tan apasionada e insistente como la de Tertuliano, otro jurista del norte de África, que vivió a finales del siglo II.

Él escribió, en su gran “Apología”: “No podemos destruir ni siquiera al feto en el seno de su madre. …Impedir un nacimiento es simplemente precipitar un asesinato”.

En otra obra, él dijo en forma poética que quienes provocan el aborto “derraman la sangre del futuro”.

Fue Tertuliano quien primero declaró, de manera explícita, lo que otros sólo sugerían:

La vida humana empieza en la concepción.

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